Viernes 29 Marzo 2024
Internacionales

Chilena decidió no interrumpir su embarazo, pese a que su hija no tenía cráneo

Hay situaciones que suceden en la vida del ser humano, difíciles de comprender, situaciones que duelen por su complejidad, y que te llevan al cruel laberinto de la disyuntiva, más cuando se trata de dejar partir al ser más querido, como lo es un hijo, Isadora Prieto, una chilena radicada en Orlando, Estados Unidos, estaba contenta e ilusionada con que se convertiría en mamá por tercera ocasión.

Chilena decidió no interrumpir su embarazo, pese a que su hija no tenía cráneo
Isidora y su marido, Matías, pudieron tener a Lourdes en sus brazos durante dos horas./BBC Mundo
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Desde el instante en que supo que un ser se formaba en su vientre ya imaginaba su rostro, ansiaba que naciera para cargarlo, hacerles caricias con los brazos de amor de una madre, pero todo cambió cuando en un chequeo rutinario el doctor le dijo a ella y a su esposo que era una niña, pero era una bebé inviable, porque no tenía cráneo. La noticia le rompió el corazón, pero decidió continuar con el proceso de gestación, el aborto no era una opción.

Y aunque en  ese tiempo de duelo tuvo que resignarse y aceptar que debía desprenderse terrenalmente de su hija, la eternidad y su amor la aferraban a ella. Todo cobró sentido, y lo que anhelaba desde un inicio se hizo realidad,  cuando la tuvo en sus brazos, únicamente por dos horas, pero dos horas que para ella y su familia valieron la pena.

A continuación, su relato en primera persona.

"Uno siente cuando quiere tener otro hijo. Y estábamos muertos de ganas de tener una niñita. Resultó al primer intento, no lo podíamos creer.

El primer mes y medio fue idílico. Fuimos de vacaciones con amigos que también iban a tener hijos; solo se hablaba de embarazo o de posibles nombres.

A la primera ecografía fuimos los cuatro, mi marido Matías, mis dos hijos, Rafita y Juan, y yo. Vimos a un porotito, le escuchamos el corazón, fue muy emocionante.

De a poquitito, se me empezó a notar el embarazo. Recuerdo que fue el día del padre y Rafita le hizo un dibujo a su papá con toda la familia, incluso con el bebé chiquitito. Ya hablaba de este hermanito o hermanita que venía en camino.

Todo estuvo perfecto hasta la ecografía de la semana 12. Los primeros minutos del examen fueron muy emocionantes. La vimos moverse de un lado a otro, sus piernecitas, sus manitas. Era un pirgüín chiquitito.

La enfermera nos preguntó qué queríamos que fuera, si hombre o mujer. Le dijimos que niña.

Pero al poco rato todo cambió. La ecógrafa, que se tuvo que haber dado cuenta de lo que estaba pasando, dijo que esperáramos porque le tenía que mostrar las imágenes al doctor.

En ese momento, no se nos pasó por la cabeza que algo andaba mal.

Nos trasladaron a otra habitación para esperar al doctor y ahí vino lo peor. Apenas entró, nos dijo: "El bebé viene mal. Esto hay que intervenirlo cuanto antes".

Yo no podía creerlo. '¿Cómo que viene mal?', pregunté.

Nos pusimos a llorar ipsofacto.

En ese momento, yo lloraba y lloraba. Me preguntaba cómo podía ser, si le acababa de ver sus piernecitas moviéndose... Tenía mucha angustia.

Cuando te dan una noticia así, piensas ¿entonces qué es esto? ¿una masa, quizás?

Pero yo le había sentido su corazón, veía cómo se movía, me había salido panza, sentía que tenía un ser humano adentro. Me resistía a la idea de hacerme un aborto.

Yo lo único que hacía era rezar para que perdiera al bebé de forma natural. Quería que se acabara todo en ese momento, no quería seguir pasando por nada más.

Tenía miedo. No quería enfrentarlo.

A los pocos días tuvimos una reunión con el departamento de embarazos de alto riesgo y nos explicaron que teníamos dos opciones: intervenirla o no intervenirla.

Matías preguntó: "¿Qué pasa si ella decide seguir con el embarazo?".

"Nada, esto es lo mismo que un embarazo normal", le contestaron.

Ahí yo respiré y pensé: "Bueno, eso es lo que hay que hacer".

Desde el primer minuto pensé que quería seguir adelante con el embarazo. Lo otro no iba conmigo, no me cabía en la cabeza.

Sabía que lo que se me venía era fuerte, difícil, triste, pero confiaba en que la naturaleza iba a seguir su curso y que Dios tenía un plan preparado para nosotros. Estaba con una pena profunda, infinita, pero en paz.

A Matías, en cambio, le vinieron miedos e inseguridades de cómo iba a ser yo como persona, como esposa y mamá de mis otros dos hijos. Cómo iba a llevar este embarazo tan doloroso y triste.

Pero yo le dije: "Te lo aseguro, porque me conozco, que voy a ser mil veces mejor persona si sigo con esto".

Si lo hice de esta manera es porque de verdad pensé que podía seguir.

En el hospital nos explicaron que en el 80% de los casos el bebé se pierde antes del nacimiento y que solo el 30% nace.

Fuera el caso que fuera, con Matías hicimos un compromiso: que la vida seguía, que teníamos dos niños y que, por lo mismo, no nos podíamos echar a morir.

Hubo cosas lindas en este proceso. Nos dimos cuenta de que no nos faltaba nada, empezamos a valorar lo que teníamos y también a darnos cuenta de que las cosas pasan. Porque uno cree que es invencible, pero eso no es así. A nosotros nos tocó.

Nunca me pregunté por qué a mí. Me preguntaba por qué a mí no. ¿Quién me creía yo como para que no me pasara algo así?

No tenemos ningún problema genético, fue azar. Pero siento que detrás de todo esto, había algún para qué. Quizás no lo descubra nunca, pero algo hay.

Y así, la panza fue creciendo. Ella estaba ahí, aferradita. Empezamos a tener ecografías una vez al mes. Era fuerte.

A Matías le daba mucha pena, a mí no. Yo pensaba: "Bueno, ella viene así". No quería evadirla.

La podíamos ver perfectamente. La cara estaba mal formada, las orejas también y no tenía cráneo. Pero se movía mucho.

El único riesgo de este tipo de embarazos es que te llenas de líquido amniótico entonces mi panza era el doble de lo normal. Siempre parecí de ocho meses.

Cuando nos confirmaron que era niñita, le pusimos Lourdes. Nos dijeron que ponerle nombre ayudaba al duelo.

El doctor dijo que si llegábamos a la semana 37, la iba a inducir. Fue entonces cuando decidimos que queríamos que la cremaran y luego me la entregaran.

Tener que tomar estas decisiones agobia, porque es mucha información, pero también te ayudan a vivir el duelo, a prepararte.

Al final, en los últimos dos meses, ya me sentía muy mal físicamente. Era tanto el líquido que tenía, que me daban unos dolores musculares espantosos. No me podía mover.

Matías estaba agotado porque tenía que llegar a reemplazarme en todas las tareas de la casa.

La verdad es que estábamos superados, muy cansados y desconectados entre nosotros.

El domingo empecé con contracciones muy fuertes, pero yo me seguí haciendo la tonta. Desde las seis de la tarde hasta las 11 de la noche aguanté.

Sabía que se venía, pero no lo quería enfrentar. Me puse a ordenar la casa a pesar de que estaba en trabajo de parto.

Me di un baño, me eché crema, me depilé. Ahí viví un ritual, me empecé a despedir. Porque, al fin y al cabo, yo la tenía conmigo y soltarla significaba que se me iba a ir.

En un minuto estaba con tantas contracciones que pensé: "No puedo ser tan irresponsable". Desperté a Matías. "Ya, estamos listos", le dije. Llegué a la clínica arrastrándome, con ocho centímetros de dilatación.

Cuando me iban a poner la epidural, respiré profundamente y, antes de que me pincharan, se me reventó la bolsa amniótica.

Me querían llevar a una sala de parto, pero alguien dijo que no había tiempo, que la iba a tener en aquel mismo momento.

Inmediatamente notaron que algo venía saliendo. Yo ni siquiera tuve que empujar. Salió solita. Era muy chiquitita.

Le pregunté a la enfermera: "¿Está viva?". Ella le puso sus dedos en el pecho y me respondió: "No, su corazón no está latiendo".

Me llevaron a una sala de recuperación con ella en brazos. Luego la bañaron, le pusieron la ropita que le teníamos. La bautizamos.

No supimos el minuto exacto en el que se murió. Tenía 30 semanas. Yo tengo una vaga imagen de que la vi moviendo sus brazos, pero pudieron ser reflejos.

Finalmente llegó el momento en el que teníamos que despedirnos, de entregarla.

Fue muy fuerte, el desprendernos fue muy doloroso. Pero siempre tuvimos el sentimiento de eternidad: se fue físicamente pero siempre va a estar ahí.

"Todo valió la pena por tenerla en mis brazos"

"Hoy estoy muy tranquila. Creo que todo valió la pena por haberla tenido en mis brazos aunque fuera por dos horas. Fue un camino difícil, pero fue lo mejor que pudimos haber hecho. porque nunca dejé de ser feliz, aunque la pena siempre estaba".

Isidora afirma que decidió contar su historia porque pocas mujeres hablan de duelo gestacional a pesar de que muchas lo viven.

"Nadie habla del duelo gestacional. Es un tema tabú, no se afronta. Por eso decidí contar mi historia, porque al final es algo que le pasa a mucha gente y no hay por qué esconderse".

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